No fue fácil. El lugar estaba abarrotado y era estresante, en ocasiones hostil e incluso violento. De vez en cuando, sin embargo, un desconocido expresaba su gratitud, lo que era como comer una cucharadita de polvo de oro, que aumentaba al instante mi sensación de autoestima.
A veces, después de las horas de trabajo, los empleados comprábamos cerveza y nos quedábamos fuera, en la acera, bebiendo bajo una farola en penumbra. En nuestros días libres, un grupo organizaba un pícnic en el parque que había al final de la calle. Mi contribución solía consistir en sidra y tortilla, otros traían dulces y whisky, y los amantes de la comida compraban algo caliente en la charcutería.
Tylan solía trabajar durante esas salidas, pero justo antes de su turno pasaba a saludar. Intercambiábamos miradas secretas y de vez en cuando nos rozábamos con la punta de los dedos. Era estimulante cuando me visitaba, pero también me daba miedo. Me sentía atraída por él. Pero yo tenía 46 años, un año menos que su propia madre, y él 27, dos más que mi hijo.
En la tienda, se mostraba ingenioso y coqueto siempre que yo estaba cerca, lo que me hacía sonrojar, y yo nunca me sonrojo. Si él trabajaba en una caja y yo embolsaba productos, me sonreía y le decía al cliente: “Esta es Cat, mi fabulosa embolsadora y ayudante”.
Él me introdujo al género emo rock y yo le introduje al oscuro slowcore. Bebíamos hidromiel, probábamos nuevas recetas y hablábamos de música, objetivos profesionales y, a veces, de nuestras vidas amorosas. La mía era inexistente y me conformaba con eso, y él estaba soltero, esperando a la persona adecuada. A veces incluso intenté hacer de casamentera, pero nunca funcionó.